Lecciones desde el Imperio Otomano: como la deuda esclaviza a los países


A mediados del siglo XIX, el Imperio Otomano, otrora el poderoso titán de Oriente que amenazaba la Cristiandad, luchaba por su propia supervivencia.  Incapaz de mantener sus territorios y de adaptarse a los nuevos tiempos, fue desmoronándose poco a poco, convirtiéndose en el “enfermo de Europa”.  A raíz de esto, apareció la llamada “Cuestión del este”: si el Imperio Otomano se derrumbaba, ¿Qué hacer con sus extensos territorios?  La alargada sombra de la Rusia zarista se cernía sobre el este y eso asustaba enormemente a Gran Bretaña.

Uno de los sucesos más destacados dentro de ese contexto fue la olvidada Guerra de Crimea de 1853.  Digo olvidada porqué, pese a que se han hecho algunas películas sobre ella (como La carga de la Brigada Ligera, de 1936), apenas es recordada en el imaginario colectivo.  Esta guerra se saldó con la victoria otomana y de sus aliados (Francia y Gran Bretaña) sobre Rusia, la cual perdió los principados de Moldavia y Valaquia, así como sus barcos de guerra en el Mar Negro.  Si bien esto podría considerarse un triunfo para los turcos, la guerra tuvo otras consecuencias que no hicieron más que profundizar en su lenta decadencia.

A raíz del coste de la guerra, la Sublime Puerta se vio obligado a hacer algo que nunca antes había tenido que hacer: pedir un préstamo al extranjero, en 1854.  Si bien antes el capital internacional ya había permeado en el imperio a través de los banqueros de Gálata, estos llegaron a subir tanto sus intereses que al gobierno no le quedó otra opción (puesto que no podía devaluar más la moneda) que eliminar al intermediario y pedir prestado en los mercados europeos de forma oficial y directa.

El primer préstamo era realmente ventajoso, pues el interés era mucho menor que el que pedían los banqueros de Gálata.  El problema vino después.  Los ingresos del préstamo de 1854 estuvieron muy por debajo de los gastos en los que se había incurrido, de modo que los turcos tuvieron que solicitar otro préstamo en 1855.  Aquí comenzamos a ver algunas consecuencias preocupantes de esta nueva etapa de la administración otomana: tanto este como el de 1854 fueron asegurados contra el “tributo egipcio”, un impuesto que el jedive de Egipto depositaría directamente en el Banco de Inglaterra.

A partir de aquí, el endeudamiento externo se convertiría en una práctica habitual.  En 1902, un observador externo llamado Charles Morawitz dijo lo siguiente:

Hay cosas que se aprenden muy rápidamente. El arte del endeudamiento está entre ellas. Tan pronto como el Imperio Otomano empezó, avanzó rápidamente en esta dirección.

No obstante, con cada nuevo préstamo, la credibilidad del Imperio se depreciaba; esto provocaba aumentos en los intereses, obligando al imperio a endeudarse de nuevo.  De este modo, encontramos nuevos préstamos en 1858, 1860, 1862, 1863, dos en 1865…  contraídos por una administración totalmente ineficaz, corrupta y fuera de control.

Es por eso que los prestamistas europeos decidieron actuar y establecer nuevos mecanismos para asegurar el pago de la deuda.  El primero de ellos fue el BIO (Banco Imperial Otomano), una concesión anglo-francesa que actuaba como banco central del imperio y como intermediario en la deuda pública otomana.  Estaba manejado, en su mayoría, por agentes extranjeros.

Pese a ello, la credibilidad turca siguió cayendo y, finalmente, en 1875 la Sublime Puerta declaró un incumplimiento parcial en el pago de intereses.  El Imperio Otomano estaba en bancarrota.  La situación era tan desesperada que, en 1881, el sultán Abdülhamid II emitió el Decreto de Muharrem, estableciendo una institución terriblemente denigrante: la Administración de Deuda Pública Otomana (OPDA). Este organismo era aparentemente privado y estaba controlado por dos miembros provenientes de Francia, uno de Alemania, otro de Austria, un quinto de Italia, uno del propio gobierno otomano y uno de Gran Bretaña y Holanda juntos. Todos ellos, por supuesto, tenían un fuerte vínculo con sus respectivos gobiernos y fueron seleccionados por los bancos acreedores.

Su administración era en gran parte independiente del sultanato, actuando prácticamente como un estado dentro del estado.  Tenía la facultad de nombrar y despedir a sus empleados; además, el gobierno estaba obligado a brindar a la OPDA toda la asistencia general que requiriese, así como protección militar para garantizar la seguridad de sus principales sedes.  Su función era muy simple: garantizar el pago de la deuda.  Para ello, cargó directamente contra uno de los pilares que, desde el ocaso de la Edad Media, había sostenido a los estados modernos: el cobro de impuestos.  En un ataque humillante a la soberanía otomana, la OPDA sea apropió de los ingresos de los monopolios de la sal y del tabaco, el impuesto de sellos y bebidas espirituosas, el impuesto del pescado, el tributo de Bulgaria, entre otros.  Todo ello para mayor gloria de los acreedores.

Llegados a este punto, alguien podría decir que el único culpable de todo este asunto era el propio estado otomano por entrar en una guerra con Rusia y no ser capaz de modernizar sus estructuras.  No es exacto.  Si bien es cierto que fue la invasión rusa de los principados danubianos y el orgullo herido de los otomanos los que provocaron el estallido, la guerra venía siendo planeada desde hacía tiempo por el Imperio Británico y el recién nacido Segundo Imperio Francés.  Los ingleses tenían especial interés en un enfrentamiento con el zar por el control de los estrechos en posesión de Estambul, puesto que la presencia eslava en el Mar Negro hacía peligrar su comercio en la zona y la ruta hasta la India.  Esto había quedado bastante claro en la Convención de Londres sobre los estrechos, celebrada en 1841.  Solo hacía falta una excusa para iniciar la confrontación, la cual vino con una disputa totalmente secundaria en los Santos Lugares, explotada por las potencias europeas y que derivó en la guerra.

Así pues, a la altura de 1881 el Imperio Británico, la potencia mundial del momento y adalid del capitalismo, había logrado socavar enormemente la soberanía turca a través de tres mecanismos.  El primero y más obvio era la ayuda militar de la que la Sublime Puerta dependía casi para todo, tanto para luchar contra enemigos externos como Rusia como para sofocar a agentes internos problemáticos, como había sido Muhammad Ali de Egipto; el segundo era el librecambismo, impuesto en los territorios del sultán por el Tratado de Balta-Liman 1838 y que destrozó las barreras de entrada para los bienes de Gran Bretaña, que estaba buscando salidas para la producción de su potente economía industrial en un momento en que el proteccionismo crecía en Europa; el tercero y último fue la deuda.  La creación de la OPDA supuso la penetración, en pleno corazón del imperio, de agentes extranjeros y la absorción de unos recursos que, en vez de quedar disponibles para las necesarias reformas que necesitaba el sultanato, fueron destinados a pagar la deuda extranjera.

 

Bibliografía:

BIRDAL, Murat. 2010. The political economy of Ottoman public debt: Insolvency and European financial control in the late Nineteenth Century. Tauris, New York.


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