Gustavo III, el déspota ilustrado que resucitó Suecia
Como viene siendo habitual en la historia del uso de
la palabra “libertad”, la “Era de la libertad” de Suecia tenía
poco de libertad real y mucho de decadencia.
Tras la derrota en la Gran Guerra del Norte y la muerte sin descendencia
del rey Carlos XII en 1718, la hermana de este, Ulrica Leonor, tuvo que
rechazar a sus derechos dinásticos y convertirse en reina electa. De lo contrario, debería haberse enfrentado
al segundo pretendiente al trono, Carlos Federico de Holstein-Gottorp. Tras unos años de disputa con su marido,
Federico I de Hesse-Kassel, en quien había abdicado, el Parlamento o Riksdag
logró aprobar una nueva constitución en 1723.
Esta prácticamente convertía el reino en una república coronada en la
que el rey apenas tenía autoridad alguna, mientras que era el presidente de la
Consejo Privado, el conde Arvid Horn, quien se alzaba como cabeza de todo el
sistema.
A lo largo de buena parte
del siglo, pues, los suecos estuvieron gobernados por un Parlamento dividido en
dos partidos, los “gorros” y los “sombreros”.
El resultado de dicho sistema, el más “liberal” de la Europa del siglo
XVIII, fue una inestabilidad creciente en todos los sentidos. Políticamente, el poder quedó diluido entre los
partidos, entre los estados (nobles, clérigos, burgueses y campesinos), entre
el Riksdag que los reunía todos y el Comité Secreto, dominado por la nobleza. Tal disgregación de la autoridad provocó la imposibilidad
de tomar decisiones. Geopolíticamente, Suecia entró en una debacle bélica
contra Rusia que condujo a la pérdida de Finlandia y a su posterior devolución bajo
condiciones rusas, lo cual permitió a la zarina Ana Petrovna introducirse en los
asuntos de Suecia para garantizar que la situación de debilidad política del
país se mantuviese en el tiempo, anulando por completo a esa antigua potencia. Por último, económicamente el país comenzó a
oscilar entre la expansión especulativa y la recesión, en buena parte debido a
la dependencia de casas comerciales extranjeras como las de Hamburgo o
Ámsterdam; esto, aparte de un descontrol total en el gasto gubernamental. El descontento, ya muy extendido entre las
capas campesinas, se expandió todavía más cuando el partido de los “gorros”
llegó al poder en la década de los 60 y, para contrarrestar la influencia francesa
que los había conducido al desastre bélico en la Guerra de los Siete Años, se
acercó al archienemigo de Suecia: Rusia.
El miedo a una partición parecida a la de Polonia comenzó a planear sobre
aquella “república coronada” del norte.
El país más “libre” de Europa
estaba en descomposición y sumido en el hambre (debido a las malas cosechas de
patata) cuando, en 1772, regresó a la patria el hijo de Adolfo Federico I, quien
es conocido como uno de los reyes menos poderosos de la historia de Suecia. Dicho heredero sería coronado como Gustavo
III y pasaría a la historia, aparte de por su peculiar experimento con el café,
por acabar con la “era de la libertad” y restaurar la autoridad de la monarquía.
El 19 de agosto de 1772,
Gustavo y sus partidarios dieron un golpe de estado incruento y promulgaron una
nueva Constitución que, si bien no establecía una monarquía absoluta, sí
reforzaba mucho el poder de la corona. El
texto se basaba en una idea: el rey, y no otro, era el que debía dirigir el
reino. Así, el monarca pasó a decidir
cuando se reunía, de que debatía y hasta cuando duraba el Ricksdag, si bien necesitaba
su aprobación para recaudar impuestos, promulgar leyes o declarar la guerra; además,
ambos tenían derecho de veto el uno sobre el otro. La nobleza vio como sus privilegios se reducían
al ser obligada a aceptar decisiones sin necesidad de unanimidad y al ver cómo,
a la hora de ascender en la jerarquía burocrática del estado, se establecía la
habilidad y el mérito por encima incluso que la sangre. A nivel administrativo y económico, el rey obtuvo
plena autoridad.
En base a esos nuevos
poderes, comenzaron las reformas. Las
más inmediatas fueron la abolición de la tortura a los pocos días después del
golpe, la depuración de ciertos jueces tras su investigación, la mejora de la situación
de los niños ilegítimos y la instauración de una nueva ley de libertad de
prensa en el 1774, la cual, sin embargo, no era total, puesto que no permitía
el ataque a la monarquía y mantenía ciertos temas prohibidos.
A nivel político, abolió
el Comité Secreto (que había dominado el Ricksdag hasta entonces) y creó un
nuevo consejo formado por hombres de ambos partidos, acabando con las viejas
etiquetas y con la época de las rivalidades, el estancamiento y la ineficiencia.
Económicamente, su etapa estuvo
marcada por la reforma monetaria de 1777.
Tras un fuerte periodo de deflación durante la última etapa de gobierno
de los “gorros”, el monarca encargó a su “ministro de finanzas”, Johan
Liljencrantz, un plan para atajar el desorden financiero del reino. El resultado fue la reforma de 1777, según la
cual consistió en acabar con el anterior sistema bimetálico (plata y cobre)
para establecer la preeminencia de la moneda de plata, con la cual se pagarían
los billetes emitidos por el Riksbank por la mitad de su valor. Esto aumentó la confianza en el sistema sueco
de tal forma que Liljencrants pudo obtener nuevos préstamos en el extranjero
por tan solo un 4% y utilizarlos para liquidar deudas anteriores en términos
considerablemente mejores que muchos otros estados. El autor de la reforma afirmaría además que esta
triunfó en parte por su también importante acción exterior, pues la expansión
del comercio exterior y el transporte marítimo durante la Guerra de
Independencia de Estados Unidos provocó una fuerte entrada de divisas en Suecia. Todo esto hay que relacionarlo con el hecho
de que Liljencrants era fisiócrata y, como tal, fomentó la agricultura en detrimento
de la industria, protegida durante la era de los “sombreros”.
Otras medidas que podemos
destacar son de tipo social o religioso, puesto que aumentó la tolerancia hacia
los católicos y los judíos; medidas defensivas, puesto que mejoró mucho el
estado de la flota sueca; por último, medidas culturales. Estas últimas son las que colocan a Gustavo
III indudablemente dentro del despotismo ilustrado y su influencia se deja
sentir hasta en el interiorismo, con el llamado “estilo gustaviano” de decoración,
todavía vigente. Al rey le gustaban
mucho las artes escénicas y visuales, así como la literatura. Él mismo escribió obras de teatro y en 1786 colaboró con Johan Kellgren en la ópera Gustaf
Wasa; en 1773 fundó la Ópera Real de Suecia y el Ballet Real de Suecia bajo el paraguas de
su Teatro Real; por fin, en 1786, encontramos uno de sus más reconocidos
logros, que fue la fundación de la Academia Sueca. El objetivo de la organización se definió
como “trabajar por la pureza, vigor y majestuosidad del idioma sueco”, lo que se
lograría mediante actividades como la producción de un diccionario y
una gramática del idioma sueco, el reconocimiento de los logros de los suecos con
"elocuencia y poesía" en concursos anuales y la acuñación de una
moneda anual para honrar a un sueco eminente.
Este aparentemente
brillante reinado terminaría en 1792 con el asesinato del monarca por un grupo
de nobles descontentos. La crispación
nobiliaria no provenía solamente de una nueva guerra contra Rusia que resultó
desfavorable, sino por la tendencia del rey a reducir la influencia aristocrática
en el gobierno y la sociedad. Esto no
solo lo hizo mediante los cambios políticos y administrativos vistos antes,
sino con otra medida que beneficiaba a los campesinos en frente de los
terratenientes. A partir de 1789, se permitió
que los pequeños agricultores comprasen tierras tanto de la Corona como de la
nobleza, sin ningún tipo de límite. Esto
es una muestra de la visión que Gustavo III tenía de Suecia, la de un país
progresivamente menos dividido internamente y congregado alrededor de la persona
del rey, algo que entraba en conflicto directo con los oligarcas que habían
dominado la política antes de su llegada.
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