Salazar: corporativismo, nacionalismo y desarrollismo (III). La apuesta por el crecimiento y el balance final del Estado Novo.
El occidente surgido después de la
Segunda Guerra Mundial estuvo dominado por las democracias. Al igual que en España, esto condujo a cierta
presión sobre el autoritario régimen luso, a lo cual se unió la inestabilidad
económica. El conflicto global había
supuesto, como se ha mencionado, una oportunidad para la neutral economía
portuguesa, pero, al igual que sucedió con España tras la Gran Guerra, el final
de la coyuntura trajo problemas y descontento.
Salazar sabía
(al igual que Franco), que la continuidad de su sistema dependería del
bienestar que fuese capaz de brindar a la población. El nuevo escenario, caracterizado por el
retorno de la apertura comercial internacional y por una gran acumulación de
divisas por parte de Portugal, era favorable a estos planteamientos.
El relevo en las altas esferas contribuyó al cambio de tendencia. Con el tiempo, como no podía ser de otra manera, los viejos amigos y hombres de confianza de Salazar fueron desapareciendo de las esferas de poder. El premier, extremadamente rígido en sus planteamientos y decidido a centralizar al máximo la toma de decisiones importante, tendió a elegir en su lugar ya no a importantes figuras políticas, sino a sujetos de carácter más técnico. Es decir, introdujo a los tecnócratas en su gobierno, convirtiéndolos en la fuerza mayoritaria dentro de los ministerios desde mediados de los años cuarenta hasta los años sesenta.
Finalmente, todo esto hizo que el
régimen optase por emprender una nueva senda, dejando un poco de lado la
tradición y la estabilidad y apostando por el desarrollo. Esto se tradujo en la aparición de los Planes
de Fomento (“Planos de fomento”).
El primero de esos planes, que vio
la luz en 1953, era difuso y una continuación de la Ley de Reconstitución
Económica de 1935, cuyo tiempo de aplicación había expirado hacía tres años, en
1950. De este modo, se limitaba
principalmente a mantener proyectos de fomento sobre industrias básicas (apenas
una docena, en palabras del propio Salazar) e infraestructuras en ámbitos como
la agricultura, la energía o la industria, todavía de poco tamaño y dedicada a
los productos de consumo (Croca 2005, 194).
En conjunto, no rompía realmente con la línea que se había seguido
anteriormente. Solo era una nueva
partida de inversiones en sectores privilegiados, buscando la sustitución de
importaciones y la construcción de unas bases sólidas para un desarrollo
industrial mayor, que debería tener lugar en el futuro.
En la práctica, el grueso de la
inversión se la llevaron tres sectores.
El primero de ellos fue la energía, que llegó a absorber más de cinco
millones de contos (un conto equivalía a mil escudos), y el segundo fueron los
transportes (puertos, aeropuertos, marina mercante, telégrafos…), recibiendo
más de dos millones y medio (Ferraz 2018, 49).
Vale la pena destacar también la partida destinada al refinado de
petróleo, que recibió una cantidad más de tres veces mayor a la que
inicialmente se le había asignado (Croca 2005, 198).
Pese a todo, el plan se cuidaba
mucho de alterar dos de los más potentes bastiones de la concepción económica
salazarista: la estabilidad monetaria y la agricultura. El propio Salazar dijo:
Demasiada presión sobre la economía
interna, como la creación artificial de medios de pago, socavaría la estabilidad
monetaria y un equilibrio social que queremos defender; El recurso excesivo al
crédito externo, como diré más adelante, no sería compatible con la
incertidumbre y precariedad de las condiciones mundiales ni con la salvaguarda
de nuestros mejores intereses.
Él mismo reconocía también que,
pese a que la industria era importante para el país, esta en ningún caso podía
lograrse a costa de la agricultura. Es
más, esta debía ser potenciada a la par que la primera, puesto que era el
baluarte de la vida y la moral tradicionales (Almeida 2016, 101).
1959 sería el año en que el Estado
Novo viraría definitivamente hacia una política económica orientada al
exterior. Dentro de los miembros de la
OECE (a la que Portugal pertenecía desde 1948 debido a su participación en el
Plan Marshall) comenzó a surgir la idea de una zona común de libre
mercado. Este proyecto era especialmente
impulsado por Londres, pero ciertos países en desarrollo, como Turquía o el
propio Portugal, veían ciertos riesgos.
Pese a que una zona así podría catapultar sus economías, se temía que
las industrias extranjeras aplastasen a las nacientes industrias nacionales;
además, no se contemplada incluir los productos agrícolas en esa zona, algo
perjudicial para la economía lusa, en la que el 40% de las exportaciones
procedían del campo (Andresen-Leitão 2004, 288). Sin embargo, tanto a nivel político como a
nivel económico, les interesaba a los portugueses formar parte de esta nueva
empresa. Eran conscientes de su
vulnerabilidad frente al resto del mundo y de la importancia de la OECE a la
hora de limitarla; no formar parte de la unión comercial podría haber
convertido el país en un miembro de segunda y subdesarrollado, algo para nada
recomendable (op. cit., 308).
No obstante, los lusos no estaban
dispuestos a entrar en el grupo sin condiciones. Conscientes de su estado de desventaja frente
a los más ricos e industrializados países del norte, iniciaron una serie de
negociaciones para conseguir un estatus especial. El resultado, debido en buena parte a la
pericia de los ministros y diplomáticos de Salazar, fue satisfactorio,
especialmente en lo que se refiere a la industria. Así, en 1959 vería la luz la Asociación
Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés) a la cual Portugal
entraría en un régimen particular y ventajoso.
Por un lado, sus industrias no exportadoras tenían hasta quince años
para prescindir del 50% de sus tarifas protectoras (y otros quince para acabar
con lo que restaba), lo mismo que las industrias de nueva creación, siendo
dicho periodo el doble de largo del que poseían el resto de miembros; por otro,
las industrias exportadoras (es decir, aquellas que vendían el 15% de su
producción en el exterior), el tiempo era de diez años. El resultado de todo ello sería que Portugal sería
el país que más aumentaría sus exportaciones a la EFTA (op. cit., 307).
El siguiente gran hito del periodo
sería el II Plano do Fomento, inaugurado en 1959. Al contrario que el otro, este sí partía de
una clara intención desarrollista e industrialista. En este caso, los objetivos sobrepasan el
mero plan de inversiones y pretenden componer una auténtica política económica:
la aceleración del ritmo de crecimiento del PIB, el aumento de la productividad
del capital fijo y la mejora del nivel de vida de los portugueses (Croca 2005,
200). La industria, ahora sí, adquiere
un papel predominante frente a la agricultura y se establecen nuevas
directrices para la intervención gubernamental.
Puesto que se adopta una actitud decididamente comercial (tanto hacia el
mercado interior como hacia la exportación), el plan ofrece una batería de
medidas como incentivos fiscales, asistencia técnica o crédito industrial para
transformar la industria del país. La
finalidad es la sustitución de material obsoleto por equipo moderno, la
concentración de unidades productivas y la coordinación dentro de los sectores
en las fábricas ya establecidas; fuera de ellas, se dio gran importancia a la
instalación de nuevas industrias transformadoras (op. cit., 202). Así, a lo largo de los años 60 se unirían a
los sectores tradicionales (como el textil, la minería o la alimentación) otros
más novedosos, como el metalúrgico, químico o fabricación de maquinaria
(Corkill 2003, 64).
La tercera reforma fundamental de
1959 fue la de las finanzas. Originado
en la turbulenta época de los años 20, el sistema crediticio del Estado Novo
era tan conservador como el resto de sus componentes, siendo su mayor aspiración
la búsqueda de la estabilidad. Sin embargo,
el desarrollo de la economía portuguesa y su integración en el mercado exterior
convirtieron dicho sistema en algo obsoleto.
Ya en 1951, se recomendó por parte de los inspectores del Plan Marshall
que el Banco de Portugal debería tener mayor margen de maniobra para actuar en
los mercados de capitales. Aparte, se
dijo que el principal banco de crédito del país, la “Caixa Geral de Depósitos”,
tendía que realizar operaciones a medio-largo plazo y adaptar sus tasas de
interés a las necesidades del mercado.
La intención de todo esto era adaptar la oferta monetaria a las
necesidades de crecimiento de la economía lusa (Lains 2021, 144).
Los cambios se plantearon ya en
Cámara Corporativa en 1957 y se materializaron en noviembre de ese mismo año
con el decreto-ley 41.403, se persiguió ante todo flexibilizar el sistema
financiero. En él, se establecían las
funciones y las capacidades de los actores financieros dando transparencia a
todo el entramado; este sería coordinado por tres agentes principales, que fueron
el Banco de Portugal, el Ministerio de Financias y la “Caixa”. La última sería, además, la principal
responsable de garantizar la liquidez las instituciones de crédito.
La otra novedad fue la creación de
un gran banco de inversión público, el Banco de Fomento Nacional, y el
establecimiento de los primeros bancos de inversión, todo lo cual reflejaba el
progresivo desarrollo de la economía portuguesa (op.cit., 145).
En plena aplicación de todas estas
nuevas políticas estalló, en 1961, la guerra de guerrillas en Angola,
territorio perteneciente al imperio portugués.
A esta le siguieron la guerra de Guinea en 1963 y la de Mozambique al
año siguiente. En ese mismo contexto, la
ONU aprobó la Declaración de Independencia a los Países y Pueblos Colonizados, poniendo
a Portugal contra las cuerdas. Salazar
comprobó entonces que necesitaba, por un lado, dinero para mantener la guerra
en África y, por otro, inversiones en las posesiones imperiales de ultramar
para desarrollar las colonias y retenerlas.
Esto llevó al primer ministro, si bien a desgana, a buscar créditos
extranjeros a principios de 1962, algo que el tesoro luso no había hecho en
décadas. Entonces, se firmaron acuerdos
con la Repúblico Federal Alemana y bancos privados franceses y sudafricanos; en
total, se consiguieron préstamos a largo plazo por valor de hasta ciento
sesenta millones de dólares y el tesoro dispuso de veinte millones (Baklanoff
1992, 6). A la vez, para incluir a las
colonias en la ola de progreso económico, se integró a estas en una zona donde
se liberalizó el comercio y se estableció una moneda común, zona conocida como
Espacio Económico Portugués o “área del escudo”. A la vez, se fomentaron las inversiones a las
posesiones de ultramar y se consiguió en parte relajar el sistema de licencias
industriales.
La aparición de todas estas nuevas
realidades (la guerra en África, la EFTA, la zona del escudo…) da lugar a un nuevo
plan conocido como Plano Intercalar de Fomento, buscando solventar los retos
más recientes. Muy especialmente, puso
el foco en las necesidades del aparato militar del país, cuya financiación
deberá ir de la mano con el desarrollo económico . El plan, de este modo, profundizó aún más en
el industrialismo, convirtiéndose la industria (especialmente las
transformadoras) en el sector mejor financiado con diferencia (su presupuesto
invertido pasó de siete millones de contos a más de doce millones, mientras que
el de agricultura, energía y transportes se redujo) (Ferraz 2018, 49). A su lado, empero, también aparecen partidas
destinadas a un nuevo sector que ya comenzaba a cobrar protagonismo: el
turismo. Así, se reservaron casi un
millón y medio de contos para dicha rama de la economía.
El Plano Intercalar de Fomento
planteaba algunas cuestiones de marcado carácter moderno, como podía ser la
importancia de la industria privada en el crecimiento económico de Portugal,
algo que se asumió ya sin matices. Sin
embargo, habría que esperar al III Plano de Fomento para ver un nuevo salto
cualitativo determinante. Este nuevo
proyecto surgió en 1968, cuando Salazar había sido sustituido en el cargo de
primer ministro por Marcelo Caetano.
Encuadrado en el integralismo lusitano en su juventud, poco a poco fue
abandonando estas posiciones radicales para abrazar la fórmula
salazarista. No obstante, seguiría
manteniendo durante toda su vida algunos aspectos más modernos y algo más
alejados de la vía del Estado Novo, como su decidido apoyo a la modernización
lejos de tendencias ruralistas o la defensa de a una política social amplia (De
la Torre 2007, 25). A lo largo de su
carrera política, fue consagrándose como la cara “aperturista” del régimen; de
hecho, participó de forma importantísima en la elaboración del II Plano de
Fomento, el primero que plantea cambios sustanciales en la política económica
(op. cit, 33). Su liderazgo, su
prestigio y su carácter reformista lo convirtieron en el recambio obvio cuando
Salazar se vio obligado a abandonar, por motivos de salud, el poder en 1968.
Así pues, el III Plano de Fomento
responde a esa voluntad de reforma profunda, sin romper la continuidad del
régimen. Todas las partidas de gasto
amentaron en este proyecto, manteniéndose la industria como principal
beneficiaria, pero ciertos sectores fueron especialmente privilegiados. Hablamos de la construcción (cuyo presupuesto
se quintuplicó), de la salud y de la educación, las cuales vieron como sus
partidas se disparaban también (Ferraz 2018, 49). Esto va en consonancia con el espíritu
modernizador del nuevo ejecutivo, consciente de la necesidad de dar a los
portugueses niveles de vida más elevados y de buscar, como dice el propio plan,
un equilibrio adecuado en la fuerza de trabajo.
En los documentos, se anticipaba un crecimiento de la fuerza de trabajo
residencial de hasta 18000 personas (Baklanoff 1992, 7). También merece la pena destacar otro elemento
muy revelador, que es el origen de las inversiones que el plan preveía. Del total, se pretendía que un tercio
proviniese de capitales extranjeros, lo cual es una prueba de la aceptación por
parte del régimen de la apertura hacia el exterior (Croca 2005, 194). Y es que en los años del III Plano de Fomento
el gobierno estableció un nuevo tratado de libre mercado con la Comunidad
Económica Europea y, además, promulgó la Ley de Desarrollo Industrial de 1972,
la cual eliminaba el sistema de licencias industriales excepto en casos
especiales, ofrecía incentivos fiscales a nuevos negocios e incluso apoyo
institucional a proyectos específicos (Baklanoff 1992, 7).
Los resultados de todo este proceso
iniciado en los años 50 e intensificado en la época de Marcelo Cetano se
dejaron notar en la economía portuguesa.
Sin embargo, no podemos saber como habría reaccionado al Estado Novo a
la nueva coyuntura que surgió posteriormente con las crisis del petróleo,
puesto que la dictadura fue derrocada por la Revolución de los Claveles en
1974.
Los resultados
Tanto España como Portugal se caracterizaron por sus sistemas autoritarios y su inicial aislamiento del exterior, el cual fue desapareciendo poco a poco con el paso del tiempo, acelerándose el cambio a partir de 1959. Hay que recalcar que la situación de España fue más difícil que la portuguesa hasta bien entrados los años cincuenta, debido a la destrucción provocada por la guerra civil y al bloqueo internacional que sufrió tras la derrota del Eje. En cualquier caso, entre 1940 y 1959 España prácticamente duplico su PIB; en el mismo periodo, Portugal lo multiplicó por 3’5. Sin embargo, el PIB por si solo no nos dice gran cosa. Podemos comprobar que los años de la autarquía, tanto en España como en Portugal, ya se produjeron importantes cambios en la estructura económica. Bajo los primeros veinte años del general Franco, el sector primario pasó de ocupar el 26’8% del PIB al 23’55%; el secundario, se movió del 23% a un importante 35’1%; finalmente, el terciario perdió algo de peso, pasando del 49’9% al 41’26%. En el caso del Estado Novo, vemos como en la década de los 50 las manufacturas habían crecido más que cualquier otro sector (un 6’7% frente a un 2% de la agricultura), de modo que en 1961 la industria ya ocupaba el 36’8% del PIB, mientras que el sector primario ocupaba el 23’8% y el terciario, el 39’4%.
El verdadero cambió, empero, se dio
a partir de allí en ambos países. Tras
la apertura y transformación que trajeron tanto el Plan de Estabilización como
el II Plano de Fomento, publicados en 1959, las economías española y portuguesa
obtuvieron notables resultados, pese a que el “milagro español” sea el más
conocido. Desde 1959 y hasta 1975, fin
de la dictadura franquista, el PIB se multiplicó por más de cinco; el peso del
sector primario cayó radicalmente, hasta quedar reducido al 10%, mientras que
el secundario subió ligeramente hasta el 38% y el terciario se disparó hasta el
52%. Por su parte, el PIB luso de 1973 (un
año antes de la Revolución de los Claveles) era más de cuatro veces mayor que
el de 1959; en cuanto al origen del producto interior bruto, el sector
secundario (las manufacturas, la energía y la construcción) era en 1973 totalmente
dominante, alcanzando hasta el 51% del PIB según Baklanoff, mientras que el
primario se redujo al 13% y el terciario se mantuvo en el 36% (Baklanoff 1979,
806).
Vemos como el desarrollo económico
de las dictaduras ibéricas fue, al menos superficialmente, similar en
crecimiento pero distinto en cuanto a su origen. Incluso dentro de la propia industria, pilar
dominante en los dos casos, se aprecian paralelismos muy claros con algunas
diferencias. Ya desde la dictadura de
Primo de Rivera, las industrias dominantes en España eran la siderurgia,
metalurgia y transformados metálicos, seguidas por la industria textil y las
alimentarias. En 1975, la situación
había cambiado, pues aunque el metal seguía siendo líder (con un 37% del valor
añadido) pero le seguía la química, el cemento y otros materiales de
construcción (con un 19%) y, en tercer lugar, el papel y la madera (16%). Ya en los siguientes puestos se pueden
encontrar la industria textil (15%) y la alimentaria (13%). En el país vecino, de igual manera, fue la
metalurgia quien se alzó como líder indiscutible en 1973, con un 31% del valor
añadido, pero fue el textil el que claramente se llevó la plata (con un
24%). Bastante más lejos, les seguían
los químicos (12%) y las alimentarias (9%).
Como forma de cerrar este punto, se puede mencionar que, en relación al
resto de países europeos, España experimentó entre 1059 y 1975 el mayor
crecimiento en la producción industrial de todo el continente, con un 9’5%; no
obstante, Portugal no se quedó muy atrás, pues logró un nada desdeñable 7’8%,
una cifra superior a la lograda por Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria o
Italia.
Si se observan otros parámetros que
pueden darnos una idea sobre las tendencias de crecimiento de las naciones
ibéricas, no dejan de encontrarse paralelismos.
Puede verse, ya que se ha hablado de la relación con Europa, en la
convergencia del PIB per cápita de las naciones ibérica con el resto de sus
vecinos. Las dos crecieron prácticamente
al mismo ritmo, aproximadamente al 5’5%, frente al 3’5% de los países
desarrollados del norte. Así pues, la
diferencia entre las zonas se redujo, alcanzando España el 80% del PIB per
cápita de los norteños. Portugal, puesto
a que el tamaño de su economía era más pequeño, llegó “solamente” al 50% en
1973.
Para finalizar, nos alejaremos un
poco de las grandes variables y nos centraremos en algo que está enormemente
relacionado con el nivel de vida de la población, como es el consumo y el gasto
de los hogares. En la España de 1958,
los gastos destinados a la supervivencia y las necesidades más básicas (es
decir, alimentación, ropa y calzado) absorbían hasta el 69% de los gastos de
las familias, mientras que en vivienda se gastaba apenas un 5%, un 8% en
“gastos de la casa” y un 18% en “gastos diversos”, donde podríamos incluir, por
ejemplo, el ocio o bienes duraderos como los teléfonos o los automóviles. Quince años después, 1973, el gasto en
productos de primera necesidad había caído hasta un 46%, mientras que el resto
había aumentado: un 12% en la vivienda (más del doble que en 1958), un 11% en
“gastos de la casa” y, un 31% en “gastos diversos”, una subida muy
considerable.
En cuanto al Estado Novo, las
estadísticas que nos da el INE tienen una forma algo distinta, pero también
puede apreciarse como, poco a poco, cambian los patrones de consumo. El consumo privado se multiplicó, entre 1959
y 1973, por 3’5, mismo ritmo de crecimiento que dos de sus componentes: los
bienes no duraderos (alimentación, vestuario, bienes energéticos…) y los
servicios. Sin embargo, los bienes
duraderos (automóviles, electrodomésticos…), cuya posesión permite deducir una
mejora en el nivel de vida de la población, vieron aumentar su gasto en un 5%.
Ambas naciones se caracterizaron
por sus sistemas autoritarios y su inicial aislamiento del exterior, el cual
fue desapareciendo poco a poco con el paso del tiempo, acelerándose el cambio a
partir de 1959. Hay que recalcar que la
situación de España fue más difícil que la portuguesa hasta bien entrados los
años cincuenta, debido a la destrucción provocada por la guerra civil y al
bloqueo internacional que sufrió tras la derrota del Eje. En cualquier caso, entre 1940 y 1959 España prácticamente
duplico su PIB; en el mismo periodo, Portugal lo multiplicó por 3’5. Sin embargo, el PIB por si solo no nos dice
gran cosa. Podemos comprobar que los
años de la autarquía, tanto en España como en Portugal, ya se produjeron
importantes cambios en la estructura económica.
Bajo los primeros veinte años del general Franco, el sector primario
pasó de ocupar el 26’8% del PIB al 23’55%; el secundario, se movió del 23% a un
importante 35’1%; finalmente, el terciario perdió algo de peso, pasando del
49’9% al 41’26%. En el caso del Estado
Novo, vemos como en la década de los 50 las manufacturas habían crecido más que
cualquier otro sector (un 6’7% frente a un 2% de la agricultura), de modo que
en 1961 la industria ya ocupaba el 36’8% del PIB, mientras que el sector
primario ocupaba el 23’8% y el terciario, el 39’4%.
El verdadero cambió, empero, se dio
a partir de allí en ambos países. Tras
la apertura y transformación que trajeron tanto el Plan de Estabilización como
el II Plano de Fomento, publicados en 1959, las economías española y portuguesa
obtuvieron notables resultados, pese a que el “milagro español” sea el más
conocido. Desde 1959 y hasta 1975, fin
de la dictadura franquista, el PIB se multiplicó por más de cinco; el peso del
sector primario cayó radicalmente, hasta quedar reducido al 10%, mientras que
el secundario subió ligeramente hasta el 38% y el terciario se disparó hasta el
52%. Por su parte, el PIB luso de 1973 (un
año antes de la Revolución de los Claveles) era más de cuatro veces mayor que
el de 1959; en cuanto al origen del producto interior bruto, el sector
secundario (las manufacturas, la energía y la construcción) era en 1973 totalmente
dominante, alcanzando hasta el 51% del PIB según Baklanoff, mientras que el
primario se redujo al 13% y el terciario se mantuvo en el 36% (Baklanoff 1979,
806).
Vemos como el desarrollo económico
de las dictaduras ibéricas fue, al menos superficialmente, similar en
crecimiento pero distinto en cuanto a su origen. Incluso dentro de la propia industria, pilar
dominante en los dos casos, se aprecian paralelismos muy claros con algunas
diferencias. Ya desde la dictadura de
Primo de Rivera, las industrias dominantes en España eran la siderurgia,
metalurgia y transformados metálicos, seguidas por la industria textil y las
alimentarias. En 1975, la situación
había cambiado, pues aunque el metal seguía siendo líder (con un 37% del valor
añadido) pero le seguía la química, el cemento y otros materiales de
construcción (con un 19%) y, en tercer lugar, el papel y la madera (16%). Ya en los siguientes puestos se pueden
encontrar la industria textil (15%) y la alimentaria (13%). En el país vecino, de igual manera, fue la
metalurgia quien se alzó como líder indiscutible en 1973, con un 31% del valor
añadido, pero fue el textil el que claramente se llevó la plata (con un
24%). Bastante más lejos, les seguían
los químicos (12%) y las alimentarias (9%).
Como forma de cerrar este punto, se puede mencionar que, en relación al
resto de países europeos, España experimentó entre 1059 y 1975 el mayor
crecimiento en la producción industrial de todo el continente, con un 9’5%; no
obstante, Portugal no se quedó muy atrás, pues logró un nada desdeñable 7’8%,
una cifra superior a la lograda por Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria o
Italia.
Si se observan otros parámetros que
pueden darnos una idea sobre las tendencias de crecimiento de las naciones
ibéricas, no dejan de encontrarse paralelismos.
Puede verse, ya que se ha hablado de la relación con Europa, en la
convergencia del PIB per cápita de las naciones ibérica con el resto de sus
vecinos. Las dos crecieron prácticamente
al mismo ritmo, aproximadamente al 5’5%, frente al 3’5% de los países
desarrollados del norte. Así pues, la
diferencia entre las zonas se redujo, alcanzando España el 80% del PIB per
cápita de los norteños. Portugal, puesto
a que el tamaño de su economía era más pequeño, llegó “solamente” al 50% en
1973.
Para finalizar, nos alejaremos un
poco de las grandes variables y nos centraremos en algo que está enormemente
relacionado con el nivel de vida de la población, como es el consumo y el gasto
de los hogares. En la España de 1958,
los gastos destinados a la supervivencia y las necesidades más básicas (es
decir, alimentación, ropa y calzado) absorbían hasta el 69% de los gastos de
las familias, mientras que en vivienda se gastaba apenas un 5%, un 8% en
“gastos de la casa” y un 18% en “gastos diversos”, donde podríamos incluir, por
ejemplo, el ocio o bienes duraderos como los teléfonos o los automóviles. Quince años después, 1973, el gasto en
productos de primera necesidad había caído hasta un 46%, mientras que el resto
había aumentado: un 12% en la vivienda (más del doble que en 1958), un 11% en
“gastos de la casa” y, un 31% en “gastos diversos”, una subida muy
considerable.
En cuanto al Estado Novo, las
estadísticas que nos da el INE tienen una forma algo distinta, pero también
puede apreciarse como, poco a poco, cambian los patrones de consumo. El consumo privado se multiplicó, entre 1959
y 1973, por 3’5, mismo ritmo de crecimiento que dos de sus componentes: los
bienes no duraderos (alimentación, vestuario, bienes energéticos…) y los
servicios. Sin embargo, los bienes
duraderos (automóviles, electrodomésticos…), cuya posesión permite deducir una
mejora en el nivel de vida de la población, vieron aumentar su gasto en un 5%.
Sin embargo, el Estado Novo sí quedó rezagado en ciertos aspectos incluso en relación a España. Baklanoff lo resume perfectamente en estas líneas (Baklanoff 1979, 809):
Entre los siete países de la Europa
mediterránea, Portugal ocupó el cuarto lugar en PIB per cápita, el sexto en
alfabetización y el quinto en urbanización; España, por su parte, ocupó el
primer lugar en alfabetización y el segundo tanto en urbanización como en PIB
per cápita.
En resumen, los portugueses seguían
el mismo camino que había recorrido España, pero lo hacían a un ritmo más lento
en ciertos aspectos y habían empezado de más atrás. Ahora bien, no hay que perder de vista un
factor de gran importancia: Salazar nunca tuvo intención de convertir Portugal en
una potencia industrial. Como se ha
aclarado más arriba, Salazar era, ante todo, un hombre conservador en todos los
aspectos, tanto en el personal, como en el político, como en lo económico. Su ideal siempre fue un Portugal estable y
tradicional, lo suficientemente próspero como para tener contenta a su gente
pero no tanto como para acabar con las viejas tradiciones, los antiguos valores
y las ancestrales formas de vida. Solamente
con el paso del tiempo y por necesidad (primero debido al descontento social y
después a las guerras coloniales), el austero profesor decidió tomar un camino
diferente, abrirse al mundo y modernizar su país; eso sí, siempre con
moderación y velando por la estabilidad, tanto económica como social. El caso de Franco fue distinto, pues desde un
primer momento se buscó una industrialización acelerada que brindase a España
la autosuficiencia y un potencial bélico suficiente como para colocar a la
nación ibérica a la cabeza del mundo, a ser posible en forma de imperio. Por ello, se tomaron ciertos riesgos que,
aunque a la larga supusieron resultados mejores que los del Estado Novo,
sometieron al país a ciertos vaivenes peligrosos, como ponen de manifiesto las
constantes tendencias inflacionistas a partir de mediados de los cincuenta y
que sobrevolarían la economía española durante las próximas décadas.
el Estado Novo sí quedó rezagado en
ciertos aspectos incluso en relación a España.
Baklanoff lo resume perfectamente en estas líneas (Baklanoff 1979, 809):
Entre los siete países de la Europa
mediterránea, Portugal ocupó el cuarto lugar en PIB per cápita, el sexto en
alfabetización y el quinto en urbanización; España, por su parte, ocupó el
primer lugar en alfabetización y el segundo tanto en urbanización como en PIB
per cápita.
En resumen, los portugueses seguían
el mismo camino que había recorrido España, pero lo hacían a un ritmo más lento
en ciertos aspectos y habían empezado de más atrás. Ahora bien, no hay que perder de vista un
factor de gran importancia: Salazar nunca tuvo intención de convertir Portugal en
una potencia industrial. Como se ha
aclarado más arriba, Salazar era, ante todo, un hombre conservador en todos los
aspectos, tanto en el personal, como en el político, como en lo económico. Su ideal siempre fue un Portugal estable y
tradicional, lo suficientemente próspero como para tener contenta a su gente
pero no tanto como para acabar con las viejas tradiciones, los antiguos valores
y las ancestrales formas de vida. Solamente
con el paso del tiempo y por necesidad (primero debido al descontento social y
después a las guerras coloniales), el austero profesor decidió tomar un camino
diferente, abrirse al mundo y modernizar su país; eso sí, siempre con
moderación y velando por la estabilidad, tanto económica como social. El caso de Franco fue distinto, pues desde un
primer momento se buscó una industrialización acelerada que brindase a España
la autosuficiencia y un potencial bélico suficiente como para colocar a la
nación ibérica a la cabeza del mundo, a ser posible en forma de imperio. Por ello, se tomaron ciertos riesgos que,
aunque a la larga supusieron resultados mejores que los del Estado Novo,
sometieron al país a ciertos vaivenes peligrosos, como ponen de manifiesto las
constantes tendencias inflacionistas a partir de mediados de los cincuenta y
que sobrevolarían la economía española durante las próximas décadas.
Bibliografía:
ALMEIDA, J.M. (2016). “Tecnocracia e «tecnocatólicos» no Estado Novo”, en CAÑELLAS, Antonio (ed.), La tecnocracia hispánica: Ideas y proyecto político en Europa y América, Trea, Asturias, 81-104.
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