La caída de Roma (2a parte): causas y culpables de la muerte de un imperio
El Imperio Romano de
Occidente no empezó a caer de forma irreversible hasta el mismo siglo V d.C., siglo
en el que terminó desapareciendo definitivamente. Desde luego, si hablamos de culpables
inmediatos y más visibles, todos estarán de acuerdo en que estos fueron los
bárbaros del norte. Estos habían sido intermitentemente
enemigos y aliados de Roma, que jugaba con los equilibrios entre tribus para mantener
estables los límites de sus dominios.
Sin embargo, este contacto entre ambos mundos tuvo un efecto potenciador
del mundo germánico. Al igual que ha
pasado tantas otras veces en la historia, la riqueza que irradiaba el imperio
llegaba hasta las tribus bárbaras en forma de regalos o artículos comerciales. La riqueza permitió la creación de redes
clientelares y el aumento de la complejidad y jerarquización social. De este modo, como explica Heather, el caleidoscópico
mundo germánico de los primeros siglos había dado lugar a una cadena de confederaciones
más grandes, complejas y poderosas, aunque ninguna de ellas era suficientemente
fuerte como para hacer frente al Imperio Romano.
Y, pese a todo, dos de
estos grupos provenientes del norte, los tervingios y los greutungos cruzaron el
Danubio en el 376 d.C., aniquilaron a los ejércitos de oriente dos años más
tarde, en la desastrosa batalla de Adrianópolis, y fueron instalados como
pueblo semiautónomo en Tracia; unas décadas después, en el 406 d.C., los
suevos, los alanos y los vándalos cruzarían el Rin y arrasarían la Galia hasta
llegar a Hispania. Las consecuencias de
estas dos incursiones serían, a la larga, catastróficas. De entre los tervingios surgiría el pueblo visigodo,
que más tarde se adueñaría de las tierras que hoy son Francia y España. Por su lado, los tres pueblos del Rin sembrarían
el terror y la muerte durante años hasta que pasaron a África y se apoderaron
de sus provincias en el 439 d.C. La pérdida
o destrucción de todos estos territorios dejó al imperio en una situación de
ruina absoluta. En el 445 d.C., tan solo
algunas provincias de la Galia, la Tarraconense en Hispania e Italia se hallaban
bajo control romano, lo cual reducía a la otrora superpotencia a ser un agente
más, si bien todavía hegemónico, entre los nacientes reinos godos. Su ocaso persistiría hasta que, en el 476
d.C., Odoacro depuso al último emperador, Rómulo Augústulo, envió las insignias
imperiales a Oriente y dio muerte, por fin, al Imperio de Occidente.
¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cómo las fronteras del próspero y gigantesco
Imperio Romano occidental pudieron hundirse de ese modo? ¿Cómo esas confederaciones de bárbaros
pudieron campar a sus anchas por el imperio y terminar haciéndose con sus
territorios? Para responder a todas
estas cuestiones, hay que entender cuales eran las bases de la supremacía
romana. Lo que hizo grande a Roma fue,
ante todo, su maquinaria bélica. Estamos
hablando de un ejército extremadamente disciplinado y altamente preparado, pero
también de una capacidad logística inmensa.
Esta maquinaria les sirvió a las élites romanas, primero, para
conquistarlo todo a su alrededor y, segundo, para proteger de otros enemigos a
las ciudades incorporadas. Estas no
solamente mantuvieron una amplia autonomía (se encargaban de la policía, el
mantenimiento de infraestructuras, la justicia o la importantísima recaudación
de impuestos) sino que, además, vieron como un mundo entero se abría ante ellas:
un mundo unido por largas carreteras y rutas comerciales, regido por una única
ley, en el que se comerciaba con una única moneda y en el que la administración
imperial, cada vez más grande, les daba la oportunidad de medrar como nunca
antes. En resumen, el Imperio Romano era
una “confederación” de ciudades unidas bajo la autoridad del emperador, el cual
les ofrecía la protección de sus legiones y un mar de oportunidades a cambo de impuestos. Sobre esos pilares se dio lo que conocemos
como “romanización”.
Durante el siglo IV d.C.,
el ejército seguía siendo muy, muy poderoso.
Probablemente, el más poderoso del momento. Las tropas seguían siendo de altísima calidad
y los recursos que el imperio destinaba para ellas superaban con creces los de
cualquier otra potencia, incluida la Persia sasánida. Según Soto Chica, hacia el año 400 d.C. la
parte occidental aún contaba con trescientos-mil soldados, divididos entre limitanei
(unidades de frontera) y comitatenses (ejércitos de campaña). El gran problema es que el imperio había sido
capturado por una lógica autodestructiva sostenida por las ambiciones
desmedidas de sus élites. Si bien el
siglo IV d.C. no fue tan terrible como la anarquía militar que reinó en el
siglo III d.C., el camino de la violencia nunca pudo cerrarse en el seno del
imperio. Y es que, desde hacía tiempo, ya
no era necesario pertenecer a la casta senatorial para escalar en las
jerarquías del ejército y de la burocracia; solo hacía falta tener buenos
contactos y la fuerza bruta necesaria para imponerse. Esto provocó que cualquiera que contase con
ambas cosas pudiese proclamarse emperador, ya que, en realidad, no había ningún
mecanismo legal que regulase la sucesión.
La aparición de usurpadores era algo habitual y había una zona especialmente
proclive a verlos nacer: las provincias del oeste. Magnencio, Silvano, Juliano, Máximo y Arbogasto
se alzaron, todos ellos, con el apoyo de las tropas y élites de Britania,
Hispania o la Galia. Había una razón
para ello: el imperio era muy grande, mantenía una tensa relación con la Persia
sasánida y la frontera oriental acaparaba muchísima atención. Por si esto fuera poco, los emperadores vivían
aterrorizados, pues nunca sabían cuando podrían ser atacados por algún rival. Así pues, la frontera occidental había ido
bajando puestos en la escala de prioridades de los augustos. La sensación de abandono, poco a poco, se fue
extendiendo por ella. Sus élites no solamente
veían como se alejaban sus posibilidades de llegar a las más altas esferas, sino
que temían que la falta de tropas en sus provincias provocase más incursiones
por parte de los bárbaros germánicos. Entonces,
la forma más fácil que tenían de defender sus intereses era proclamando a sus
propios emperadores.
En consecuencia, los
dirigentes romanos estuvieron todo el siglo IV d.C. malgastando recursos
materiales y humanos para matarse entre sí.
Soto Chica cuenta hasta dieciséis guerras civiles durante ese tiempo, a
las cuales hay que sumar campañas desastrosas como la de Juliano contra Persia
o la de Valente frente a Fritigerno, que desembocó en la catástrofe de Adrianópolis. En una paradoja cruel, estos conflictos
reducían la capacidad de combate de los emperadores a la vez que estos
demandaban cada vez más soldados para hacer frente tanto a enemigos externos
como internos. Y este fue el bucle que
llevó, a la larga, a la caída del imperio.
No era fácil reponer a un soldado romano veterano y bien instruido, de
modo que los augustos y los generales optaron por recurrir, cada vez más, a tropas
muy baratas que ya contaban con experiencia: los bárbaros. Recordemos el párrafo del principio, donde se
repasaban las correrías de los inmigrantes del norte. En efecto, fue el propio emperador Valente el
que dejó entrar a los tervingios con la esperanza de reclutarlos para su
ejército, una operación que se le fue de las manos y terminaría costándole al
imperio de Oriente más de veinte-mil bajas y la vida del propio emperador. Más tarde, Teodosio el grande asentó a esos
mismos tervingios en Tracia y, luego, en la batalla del río Frígido del 394 d.C.
los lanzó contra el usurpador Eugenio y su general Arbogasto. Tras derrotar a estos últimos, además, se
llevó sus mejores legiones hacia Oriente en sustitución a las caídas en Adrianópolis. Muchas de estas legiones provenían, por
supuesto, de la Galia.
No es difícil ver lo extremadamente
venenoso que era este círculo. Y es que
en el oeste, los pilares del imperio (recordemos, la promesa de protección y de
oportunidades) eran cada vez más débiles. Estilicón, general y gobernante en la sombra
durante el reinado de Honorio, continuó debilitando esa misma región tan
propensa a la usurpación, buscando protegerse a sí mismo y concentrar el poder
militar en Italia. Su gran proyecto era extender
su influencia hacia el imperio oriental, por lo que no solo desatendió a las
regiones del oeste, sino que pactó con los antiguos tervingios que, ahora, habían
formado un nuevo pueblo bajo el liderazgo de Alarico, los visigodos. Pero en el 406 d.C., los suevos, los vándalos
y los alanos, empujados por la amenaza de los hunos, atravesaron las
debilitadas fronteras de la Galia y comenzaron a devastar todo a su paso. Los mecanismos de reacción romanos, envenenados
por la dinámica expuesta anteriormente, se activaron, provocando una reacción
en cadena que marcaría un antes y un después en la historia de Roma. Estilicón, centrado en preparar la campaña del
este junto a Alarico, directamente no movió un dedo, por lo que Britania y la
Galia procedieron a apoyar, una vez más, a un usurpador (Constantino III). Como tantos otros líderes romanos antes que
él, Estilicón temía más a otros romanos que a los bárbaros, por lo que, en esta
ocasión, abandonó a Alarico y sí fue a luchar a la Galia contra Constantino III;
por su lado, Alarico, sintiéndose traicionado, invadió Italia y traumatizó al
mundo entero cuando, en 410 d.C., entró en Roma y la saqueó. Si bien Roma ya no era la capital
administrativa del imperio (desplazada por otras urbes como Milán o Rávena) el
saqueo supuso un shock tremendo para todos; fue, de hecho, debido a este
episodio cuando se escribió uno de los libros más famosos de la historia: La
ciudad de Dios, escrita por el obispo de Hipona, san Agustín.
El imperio nunca logró recuperarse
de lo sucedido en el 406 d.C. Britania
se había perdido para siempre (el emperador mandó una carta a sus líderes diciendo,
directamente, que no podían seguir protegiéndolos) y todo el oeste había
quedado devastado, de modo que sus impuestos fueron rebajados al mínimo. Soto Chica nos da las cifras del desastre: solamente
el 17% del territorio original del Imperio de Occidente seguía pagando la
cantidad de tributos inicial y, de estos, el 60% provenían de las riquísimas provincias
de África; el estado había perdido, tras las invasiones, un 65% de sus ingresos,
un 46% de sus tropas comitatenses y más del 50% de sus limitanei. La situación era tan precaria que el nuevo
general en jefe de Honorio y sucesor de Estilicón como gobernante en la sombra,
Constancio, estuvo obligado a reponer a los primeros con tropas de los segundos. Es decir, los ejércitos de las fronteras se
volvieron aún más débiles. Pero igual o
más grave aún era el hecho de que seguían hundiéndose en el mismo pozo que había
comenzado a cavar el emperador Valente: Constancio tuvo que recurrir a bárbaros
para luchar contra otros bárbaros, de modo que estos se hacían cada vez más
imprescindibles.
No obstante, el imperio
todavía no estaba condenado del todo. Seguía
siendo más poderoso que sus rivales y Constancio, de hecho, logró estabilizar
la situación. Fue con la muerte de este
cuando las ambiciones personales y los conflictos internos volvieron a imponerse
sobre todo lo demás y, esta vez sí, condenaron al imperio a su desaparición. Tres generales se disputaron el puesto de
generalísimo a la muerte de Constancio: Félix, Aecio y Bonifacio. Desgraciadamente, este último tenía bajo
control las provincias de África que, como hemos visto, eran el sostén del estado
desde las últimas invasiones. Mientras
el foco de Bonifacio estaba puesto en las maniobras de Aecio, quién ya había
despachado a Félix, no se centró en el rey Genserico, quién, desde Hispania, hizo
cruzar a sus vándalos el estrecho de Gibraltar.
Cierto es que Bonifacio no tenía tropas suficientes para combatirle, ya
que, como no podía ser de otro modo, su antecesor en el cargo de gobernador de
África, Heracliano, se las había llevado a Italia cuando al rebelarse contra el
emperador Honorio en el 413 d.C.
Igualmente, Bonifacio tampoco se esforzó demasiado en combatir a
Genserico, pues decidió que era más importante zarpar, al igual que Heracliano,
hacia Italia para combatir contra su rival, Aecio.
África se perdió definitivamente
en el 439 d.C. y, con ella, más de la mitad de los ingresos que recibía el
estado. Eso significaba que el Roma ya
no podía mantener a buena parte del ejército que la había convertido en imperio. Desde entonces, lo que llamamos Imperio Romano
de Occidente solo era un agente más que lograba mantener cierta hegemonía sobre
los nuevos reinos godos que estaban naciendo de sus propias ruinas. Ni siquiera en esta situación, la tendencia
autodestructiva de las élites se detuvo.
Flavio Aecio, conocido como “el último romano” y uno de los más grandes
generales de la historia de Roma (fue, de hecho, quién venció al rey huno Atila
en la batalla de los Campos Cataláunicos), fue asesinado en el 454 d.C. por su
propio emperador, Valentiniano III, quién se sentía eclipsado por él. No había en esa sombra de imperio nadie que
pudiese compararse en habilidades a Aecio, por lo que los próximos veinte años fueron
una sucesión de intrigas y conflictos que desembocaron en los hechos del 476
d.C. En ese momento se sentaba en el
trono el niño Rómulo Augústulo, a través del cual gobernaba su padre, Orestes. Este había llegado al poder mediante la
fuerza, al igual que tantos otros antes que él, y por la fuerza fue depuesto y ejecutado
por el comandante en jefe de las tropas germánicas federadas, Odoacro. Podría haber imitado a sus antecesores y autoproclamarse
emperador, pero Odoacro se dio cuenta de que ya no había imperio que gobernar. De este modo, tomó una decisión: enviar las insignias
imperiales a Oriente, donde el imperio persistía bajo el mando de Zenón, y
proclamarse a sí mismo, simplemente, rey de Italia. En ese momento desapareció, oficialmente, el
Imperio Romano de Occidente.
El Imperio de Oriente,
como ya hemos dicho antes, perduró mil años más, hasta la conquista de
Constantinopla por parte de los turcos en 1453 d.C. Al otro lado del mundo, el Imperio Chino
sería todavía más longevo, extendiéndose, de hecho, hasta el siglo XX de
nuestra era. Eso nos dice que la caída
del Imperio occidental no era inevitable.
Al contrario, fue una tragedia provocada, en buena parte, por la ambición
y la falta de visión de unas élites empeñadas en devorarse a sí mismas.
Bibliografía:
- Goldsworthy, Adrian. (2009).
La caída del Imperio Romano: el ocaso de Occidente. Madrid, La Esfera de
los libros.
- Heather, Peter
(2006). La caída del imperio romano. Barcelona, Crítica.
- Soto Chica, José. (2022).
El águila y los cuervos. La caída del Imperio romano. Madrid, Desperta Ferro
Ediciones.
- Ward-Perkins, Bryan.
(2007). La caída de Roma y el fin de la civilización. Madrid, Espasa
Calpe.
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