La caída de Roma (1a parte): mitos y teorías descartadas

 

Roma y su imperio constituyen, sin duda, una de las bases del modo de ser europeo.  Durante siglos, las naciones se han mirado en el espejo de Roma, tratando de aprender o directamente imitar aquello que, según cada estadista, hizo grande a la Ciudad Eterna.  No es de extrañar, pues, que su caída haya despertado y siga despertando hoy un gran interés.  ¿Cómo y por qué colapsó la potencia que había dominado el mediterráneo (y el mundo conocido) durante siglos?

Han surgido muchas teorías y se han esgrimido decenas de factores.  Para ser más exactos, se han llegado a recopilar hasta 210 posibles causas que, en algún u otro momento de la historia, se han propuesto para explicar la debacle del Imperio Romano de Occidente (https://courses.washington.edu/rome250/gallery/ROME%20250/210%20Reasons.htm).  Algunas nunca han llegado a gozar de popularidad, mientras que otras fueron ampliamente aceptadas.

En cualquier caso, hay una idea general que recorre buena parte de dichas teorías (de las cuales analizaremos algunas): la idea de decadencia.  Es algo común no solo entre los historiadores desde la época de Edward Gibbon, sino también entre el público general, considerar que el Imperio no cayó de forma brusca e inesperada.  Por el contrario, se suele pensar en un largo periodo de decadencia que iba corroyendo las bases de la civilización romana hasta que estas terminaron por hundirse ante el empuje de los bárbaros.

Edward Gibbon, considerado el primer historiador moderno y autor de la famosísima obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, inició esta tradición.  Como buen ilustrado que era, pues vivió durante el siglo XVIII, culpaba a la degradación moral de los emperadores a partir de la muerte de Marco Aurelio (el famoso emperador filósofo) y el ascenso de Cómodo, una degradación que se filtraría hacia las élites y el ejército, degenerando así el imperio en una monarquía absoluta, corrupta y opresiva.  Aunque es cierto que no culpó directamente al cristianismo de tal declive, cierto es que lo veía como otro factor más en la decadencia de las virtudes romanas clásicas.

Ya entrado el siglo XX, algunos autores como Tenney Frank o Martin Nilsson incorporaron el factor racial.  Del mismo modo que Gibbon, creían en un desgaste progresivo del “modo de ser” romano.  Sin embargo, para ellos este tenía su origen en la irrupción masiva de componentes genéticos extranjeros, concretamente razas poco civilizadas incorporadas al imperio (muchas veces como esclavos).  La desaparición de la raza romana original discurriría de forma paralela a la pérdida de las instituciones y creencias primigenias.

Otros académicos, provenientes de múltiples escuelas de pensamiento, buscaron el origen de la caída en las condiciones materiales, es decir, la economía.  El ucraniano Rostovtzeff entendió el suceso en términos de revolución social.  Para él, el problema empezó cuando los campesinos y los soldados (es decir, las clases marginadas del poder), se alzaron contra las clases altas urbanas (aristócratas y comerciantes) y auparon con ello a los autócratas militares del bajo imperio, cuya intervención en la economía destruyó las bases de la prosperidad.  Más tarde, A.H.M. Jones afirmó que el exceso de impuestos del Imperio Tardío, cuya burocracia había crecido desmesuradamente, llegó a resultar insoportable para la economía campesina, conduciendo a una caída de la producción agrícola y, por tanto, a la crisis económica (Oriente, al poseer las provincias y ciudades más ricas, se habría librado de tal desino).  Von Mises, en línea con ambas teorías, quiso ver en todo ello la muerte de un supuesto “imperio liberal” próspero y el nacimiento de un totalitario estado intervencionista.  Estas últimas ideas se hicieron recientemente famosas en Internet cuando el doctor Huerta de Soto las esgrimió para terminar afirmando que el Imperio Romano cayó por culpa del “socialismo”.  Por último, algunos llevaron las concepciones del naufragio económico aún más lejos.  Toynbee y Burke sostuvieron que el imperio llevaba incorporada la semilla del desastre desde el mismo momento de su creación.  Con un desarrollo económico dependiente, en última instancia, de la conquista y el expolio, el imperio entró en una rueda de la que ya no podía bajar; en el momento en que pararon las conquistas, comenzó su descenso a la ruina.

Como hemos dicho al principio, todas estas teorías tienen algo en común: la idea de una larga decadencia.  Esta respuesta resulta, en parte, reconfortante.  Se adapta bien a la popular teoría de Oswald Spengler sobre el ciclo vital de las culturas, según la cual todas y cada una de ellas entrarán tarde o temprano en una fase de declive hasta llegar a su irremediable final.  Así pues, da la impresión de que la caída de Roma era algo inevitable, un episodio más de la historia del mundo sobre el que nadie tenía capacidad de decidir.

Sin embargo, hoy sabemos que todo lo anteriormente dicho es inexacto o, directamente, desacertado.  Sobre la cuestión de la degeneración moral, cultural y racial de Roma no hay mucho que decir.  Simplemente, son propuestas que no se sostienen por sí mismas.  No hay forma de determinar hasta que punto los cambios genéticos e ideológicos fueron lo suficientemente profundos y extensos como para socavar realmente las estructuras del imperio.  De hecho, no hay manera de establecer relaciones de causa-efecto sólidas entre ambas cosas.  Tan es así que el Imperio Romano de Oriente, conocido también como Imperio Bizantino, sobrevivió mil años más siendo profundamente cristiano.

El asunto de la decadencia económica suele haber gozado de más aceptación.  Aún así, los últimos estudios, gracias en buena parte a los avances arqueológicos, han desmentido también estas propuestas.  Podemos encontrarlo en las obras de Goldsworthy (capítulo VII), Heather (capítulo III, páginas 152-155), Ward-Perkins (capítulo II, página 34) o Soto Chica (capítulo II).  Todos ellos llegan a una misma conclusión: lo que se dio a partir del siglo IV d.C. es una ligera decadencia en regiones muy concretas, principalmente Italia y algunas provincias del norte como la Galia belga y la Germania inferior, a la par que el resto de las tierras del imperio y muy particularmente los territorios de África y el Oriente Próximo experimentaban un importante crecimiento económico.  Al fin y al cabo, tiene lógica: estas últimas regiones habían ido desarrollándose durante la pax romana, integradas dentro de los circuitos comerciales del imperio, hasta el punto de competir o incluso superar a los territorios más antiguos y próximos a la metrópolis.  Por tanto, la situación general del imperio fue, todavía durante el siglo IV, de bonanza económica.  Del mismo modo, Soto Chica ha desmontado otros dos argumentos tradicionales como son la imparable inflación y el exceso de impuestos.  Durante el mismo siglo, las reformas monetarias de Constantino, Constancio II, Valentiniano y Valente lograron poner freno a la espiral inflacionaria que el imperio arrastraba desde el catastrófico siglo III d.C.; además, y pese a que la burocracia se había expandido muchísimo en esos momentos, el pago de impuestos no superaba el 10% de la producción o el salario y, de hecho, la presión fiscal romana seguía siendo inferior a la de, por ejemplo, el Imperio Sasánida de Persia.

Así pues, con lo que sabemos hoy día ya conocemos los factores que NO provocaron la caída del Imperio Romano de Occidente.  También sabemos que, al menos desde el punto de vita material, no existió la famosa “decadencia”.  A continuación veremos que, efectivamente, el colapso de Occidente fue más traumático y deprimente de lo que anteriormente se creía.  Traumático porqué se dio de forma relativamente brusca y especialmente violenta; deprimente porqué, en verdad, no era inevitable y si tuvo lugar fue por culpa, en buena parte, de los propios romanos.

(bibliografía en la 2a parte)

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