El genio de Bismarck y su política interior: como el "canciller de hierro" construyó el Segundo Reich


Desde la historiografía marxista se tiende a ver la historia como una sucesión lógica y predecible de acontecimientos movidos por la dialéctica de grupos, en la que los individuos y las creencias son poco relevantes y se limitan a seguir el compás de las condiciones materiales.  SI bien es cierto que estas son de gran importancia y que pueden ayudar a construir modelos que nos ayuden a establecer secuencias lógicas, también es cierto que los individuos, las personas, importan.  La existencia o no de ciertos protagonistas puede suponer que la historia tome rumbos totalmente diferentes.  Son casos de Alejandro Magno, Diocleciano, los Reyes Católicos, Napoleón o Lenin.

También lo es el de Otto von Bismarck.  Este aristócrata prusiano ha pasado a la historia por su diplomacia europea (los sistemas bismarckianos) y, sobre todo, como el hombre que creó el Segundo Imperio Alemán, en un proceso largo que, de no ser por él, podría no haberse dado ni en aquel momento ni de aquella manera.  En buena medida, fue la habilidad y el genio de este hombre lo que permitió el nacimiento del Reich, la primera expresión real del estado-nación alemán.  Independientemente de si consideramos qué si su obra fue más positiva o más negativa, es indudable que el prusiano logró sobreponerse a los obstáculos que encontraba a su paso de una forma magistral.

En primer lugar, consiguió acabar en Prusia con el llamado “conflicto constitucional”.  Este tuvo su origen en la voluntad del rey Guillermo I de Prusia y su ministro de la guerra, Albrecht von Roon, de reformar al ejército con la oposición de una cámara de representantes dominada por los liberales, que trataba de impedir la reforma mediante la no aprobación de los presupuestos necesarios.  Este choque puso de manifiesto las carencias de un sistema en el que el equilibrio de poder entre las fuerzas tradicionales (como la monarquía y los militares) y las fuerzas burguesas revolucionarias todavía no estaba resuelto.  Era de hecho en aquel momento, a principios de 1860, cuando la situación estuvo a punto de resolverse a favor de los liberales, pues Guillermo, frustrado, comenzó a pensar en la abdicación.  Fue Bismarck quien, convocado por von Roon, dio la vuelta a la tortilla.  Volviendo a Berlín desde París a toda velocidad, fue declarado primer ministro por el monarca y se puso manos a la obra.  Detectó un vacío legal en la constitución prusiana: ningún mecanismo estipulaba una solución en caso de choque entre la monarquía y el parlamento.  Fue el, pues, quién declaró que sería la monarquía la que prevalecería sobre la cámara.  Esto permitía, en verdad, aprobar los presupuestos por su cuenta y, en buena medida, gobernar de forma mucho más autónoma.  La reforma del ejército se llevó a cabo, dando lugar a una maquinaria de guerra formidable a la que los liberales, tan temerosos de las capas populares que podrían haberles apoyado como de la fuerza bruta de Bismarck, no pudieron hacer nada para impedirlo.  La reforma permitió, además, que Prusia se impusiese al Imperio Austríaco en la batalla de Sadowa (1866), tras la cual se creó la Confederación Alemana del Norte, el primer paso hacia el Imperio Alemán.

El dominio de Bismarck estaba asentado en el norte el antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, pero quedaba por delante aún mucho que hacer.  Si bien había ganado una batalla contra los liberales, la guerra todavía seguía en marcha, pues Bismarck tenía una idea sobre el futuro Reich que colisionaba frontalmente con la de los primeros; del mismo modo, no estaba nada claro que los estados del sur quisiesen incorporarse al nuevo estado.  La cuestión era que los liberales pretendían que la Confederación fuese principalmente controlada por el Reichstag (el parlamento), mientras que Bismarck tenía otros planes.  Para él, el timón debía llevarse desde Prusia y, a poder ser, de forma muy independiente de los partidos políticos.  Su genio consistió en establecer esta segundo formula de manera informal.  El mecanismo pro el que lo logró fue el Bundesrat, la cámara de plenipotenciarios de los estados federados.  En esta, los enviados prusianos tenían una hegemonía colosal sustentada sobre el apoyo de los estados menores del extremo norte; además, el propio Bundesrat requería de la burocracia prusiana para realizar cualquier tarea (Mommsen, 1992).  De este modo y siempre apoyado por un ejército totalmente independiente del poder político, Bismarck estableció un muro entre el y el Reichstag y se aseguró el control prusiano sobre la Confederación.  Con la victoria sobre la Francia de Napoleón III en 1871, el sistema se extendió a los estados del sur y nació así un Segundo Imperio Alemán dominado, en la práctica, por Prusia.

Aún así, podemos pensar que, con el agotamiento de los conflictos externos (que siempre relegan todo lo demás a un segundo plano), el problema constitucional resurgiría y las tensiones internas de un sistema confuso, inestable y sostenido en buena parte por el genio de Bismarck harían que este se derrumbase.  Al igual que en otros países (como Francia o España), lo más normal era una completa transformación del Imperio en una monarquía constitucional de preeminencia liberal; la única forma aparente de revertir eso era, en apariencia, un golpe de estado monárquico-militar.  Pero Bismarck sabía que aquello colocaría al nuevo régimen en una posición de ilegitimidad extrema, por lo que optó por otra solución, de nuevo, asombrosa.  Puesto que sus enemigos potenciales eran varios (liberales, católicos, socialdemócratas, polacos…), el canciller imperial decidió declarar la guerra a uno solo de ellos con el apoyo del resto, cambiando de enemigo y aliados periódicamente.  Sauer (1992) lo explica de esta forma:

es posible en determinadas circunstancias agrupar bajo una bandera a la mayoría de las fuerzas oponentes y conducirla contra la minoría, siempre que ésta sea lo suficientemente fuerte para aparecer como un peligro serio ante todas las demás y, sin embargo, muy débil para serlo en realidad. De esta manera, la mayoría se ve expuesta a un proceso de integración ciertamente dudoso e incluso la minoría queda sujeta a una especie de integración secundaria; pues, aunque combatida, se la obliga no obstante a permanecer en el conjunto general.  (…)  a cada uno de ellos se lo declaraba en un momento determinado «enemigo del Imperio» y se le sometía a un régimen policíaco, simulando así una situación de peligro cuya utilización hábil permitía a Bismarck establecer alianzas tácticas que no vinculaban ni a él ni a las demás partes en cuestiones fundamentales.

Fue así como Bismarck logró postergar la necesaria consolidación final del Imperio en uno de los dos modelos más factibles (monarquía constitucional plena o estado autoritario y militar), manteniéndolo en un limbo en el que la antigua y conservadora Prusia conservó siempre el liderazgo.  Cuando fue expulsado del gobierno en 1890 por Guillermo II, el modelo se había agotado ya por el inmenso empuje que las nuevas masas surgidas de la revolución industrial habían dado a los socialdemócratas.

En cualquier caso, el llamado “canciller de hierro” logró cosas que parecían imposibles y gobernó durante casi dos décadas con una habilidad y una capacidad estratégica sublimes.  Sin duda, uno de los más grandes estadistas de la historia.


Bibliografía:

Mommsen, W. J. (1992). La constitución del Reich alemán de 1871 como compromiso de poder dilatorio. Ayer, 5, 95–124.

- Sauer, W. (1992). El problema del Estado nacional alemán. Ayer, 5, 27–70.

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